Quiero compartir con todos vosotros un precioso cuento de Dimitris Angelis, (escritor y director de la revista literaria ΦΡΕΑΡ) uno de los relatos que incluye en su libro "Último verano" -traducido por nuestra compañera en Atenas Virginia López Recio-, que me ha encantado y es muy emotivo:
Si siempre son interesantes las reflexiones y los recuerdos de nuestros colegas, en este caso nos hace pensar en los alumnos como seres humanos únicos e irrepetibles a quienes, a menudo, transmitimos algo más que conocimientos lingüísticos porque los profes también somos personas y tenemos nuestro corazoncito..
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España en el sueño
Había agotado todo intento posible por llegar a tiempo, pero había fracasado. Entré con demora en la sala y con dificultad pude encontrar un asiento en la última fila. De todas formas, había tenido suerte, muchos permanecieron todo el acto de pie, el lugar estaba repleto.
Mientras seguía al conferenciante que analizaba la poesía de Lorca, empecé a quitarme la chaqueta lo más discretamente posible para no molestar a los de mi alrededor y entonces fue cuando me fijé en la mujer que estaba sentada a mi lado: de unos cincuenta años, pelo teñido de rojo, seguía con la misma gran atención que yo la conferencia y, de vez en cuando, movía la cabeza afirmativamente como señal irrefutable de que estaba de acuerdo; sin embargo, en otros momentos en los que claramente no estaba de acuerdo con la interpretación que daban de los versos, se ponía de mal humor y empezaba inmediatamente a mover con nerviosismo el pie. En uno de esos momentos llenos de tensión, se volvió indignada hacia mi lado e hizo un comentario casi a voces:
“¿Pero será posible que no se entere?”. Hice un movimiento de indiferencia con las manos, como si le respondiera ”¡y qué le vamos a hacer!”, y desde aquel justo instante no dejó de hacerme comentarios sobre lo que se decía, tanto positivos como negativos. Demostró finalmente ser admiradora de Lorca; como ratificación, abrió delante de mí un libro que sostenía en sus manos con devoción –creo que era el “Romancero gitano”-, y me mostró cuidadosamente una hoja de laurel que había entre sus páginas. “Me lo ha traído un amigo”, explicó, “proviene del mismo jardín de Lorca”. Tenían sus palabras una emoción y una inocencia que me gustaron, tanta que en un principio me habían resultado molestas por sus prolongadas intervenciones. A ella ya, de todos modos, parece que yo le había caído bien desde aquella primera y amistosa señal, pero cuando además se enteró de que impartía clases de español, ya no pudo ocultar su entusiasmo. Quería que le enseñara como fuera. Si era posible, que empezáramos ya a partir de la semana siguiente. Realmente, no se podía contener; su mayor sueño, me dijo, era viajar a España.
Después de la conferencia, nos quedamos charlando bastante tiempo en la acera, justo fuera de la sala de la asociación. Le contesté imperiosamente a cien mil dudas relacionadas con el manual de aprendizaje, con el tiempo que necesitaría para aprender suficientes palabras como para poder hablar español con comodidad, sobre las dificultades de la lengua. Me presionó mucho para que le impartiera las clases y al final quedamos en encontrarnos a la mañana siguiente. Complacida pues por nuestro acuerdo, en cuanto me escribió en un trozo de papel sucio su dirección y su número de teléfono, se despidió y desapareció de prisa en la oscuridad. Cogí también yo poco a poco el camino a casa con sentimientos contradictorios: por un lado, me había parecido agobiante por su insistencia en las clases; por otro, era sin duda una mujer educada y por eso no se la podía considerar de ninguna de las maneras desagradable. Pero tenía tanta prisa...
A la mañana siguiente, me recibió alegremente en su piso, me hizo sentarme delante de la mesa de la cocina, donde tenía ya puestas dos tazas de café y un plato lleno de pastas, y empezamos inmediatamente la clase. Sin embargo, no había tenido aún tiempo de explicar la pronunciación del abecedario ni los artículos, cuando bruscamente me interrumpió de la manera ya conocida:
“No, no me interesa eso”, me dijo, “lo que quiero es que cuando vaya en verano a España pueda comunicarme con las personas”. Intenté desesperadamente explicarle que aun así, un conocimiento básico de la gramática y de la sintaxis era del todo necesario, pero ella no atendía a razones.
“Supongamos, por ejemplo, que llego a Barcelona”, me volvió a interrumpir con ímpetu y sin dar especial atención a mis argumentos, “bajo del avión y quiero dar con mis maletas. ¿Qué tengo que decirle al encargado?”. Era tal su insistencia que no podía sino ceder. Se lo expliqué.
“Y después”, siguió impetuosamente, “entro en el taxi. ¿Cómo pedirle al conductor que me lleve al hotel?”. Le dije también esto. “Y luego”, prosiguió, “¿cómo pedir una habitación individual con vistas a la calle y desayuno?”. Todo el tiempo restante lo pasamos así, ella preguntaba cómo debía comportarse en la calle, en las tiendas, en los restaurantes y en los autobuses, y yo estoicamente respondía. Al menos, estaba contenta.
Las clases siguieron finalmente de la misma manera: dime cómo es el verano, decía, dime cómo estamos en la playa, dímelo como si nos encontráramos sobre la escena e hiciéramos teatro. No tuvo jamás la paciencia de dedicarle más de cinco minutos a los casos y los géneros de los sustantivos o a las conjugaciones de los verbos. Muy frecuentemente poníamos una cinta de flamenco, abríamos el mapa y recorríamos con el dedo sus indefendibles extensiones, planeando excursiones de numerosos días a nombres conocidos y desconocidos: Ávila, La Coruña, Mallorca, Vizcaya. Le hablaba de las noches embriagadoras de Castilla, de la nobleza de Barcelona, de los museos singulares de Madrid y las espadas de Toledo, de los jardines secretos de Granada y el monasterio de El Escorial. Durante horas interminables recogimos botines, pequeños anticipos de nuestra futura visita. Ella, al mismo tiempo, callaba de manera extraña, como si hubiera rozado por fin el sueño, como si viera vivo ante ella el pedazo tan deseado de mundo que era la Ibérica e intentara vivirlo de manera intensa, sorberlo deprisa y, al mismo tiempo, sin hartarse, como un momento erótico que dura lo que el arrastre del índice sobre las ciudades y los pueblos –un escalofrío fugaz-. ¿Pero sentían al mismo tiempo los habitantes de aquellos lugares que pasábamos por encima de ellos? ¿Entendían la fiebre oculta que nos quemaba, nuestra insaciable alegría por huir? ¿O quizás, al final, nuestro paso era imperceptible y todo permanecía inalterado como al principio? Realmente, no lo sabíamos
Dábamos clase tres veces por semana, eran dos horas fáciles para mí, no me era necesaria una preparación especial antes, disfrutaba igualmente cada vez este peculiar viaje que hacíamos juntos a España. Y a ella le gustaba, aunque muchas veces advertí que una preocupación ensombrecía su cara, como si desde dentro le comiera una llama. Tenía algunas veces algo herido en la mirada, algo vencido con pequeñas llamas rojas que brotaban a todo alrededor, algo inconsolable e inabordable que en absoluto entendía. Después de cierto tiempo, noté que olvidaba palabras y frases que normalmente, después de tantos repasos, debía recordar; por eso, empezábamos necesariamente otra vez desde el principio: “Supongamos que bajo del avión...”.
Por una conversación casual, una noche en una reunión de amigos escuché que tenía un tumor en la cabeza.
Su situación empeoraba por momentos, llegamos a mayo y ya con dificultad seguía las clases. Había adelgazado, sus ojos estaban lentos y tristes, la alegría que mostraba antes se había perdido por completo; no se parecía en nada a la persona que había conocido hacía siete meses. El corazón se me desgarraba al verla, pero no le preguntaba, seguía con normalidad las clases como si no ocurriera nada. Tampoco ella me daba explicaciones.
Su situación empeoraba por momentos, llegamos a mayo y ya con dificultad seguía las clases. Había adelgazado, sus ojos estaban lentos y tristes, la alegría que mostraba antes se había perdido por completo; no se parecía en nada a la persona que había conocido hacía siete meses. El corazón se me desgarraba al verla, pero no le preguntaba, seguía con normalidad las clases como si no ocurriera nada. Tampoco ella me daba explicaciones.
Sin embargo, un día hacia finales de mes, que me había vuelto a inclinar sobre el mapa y le describía con entusiasmo, por milésima vez, una excursión a la Alhambra, al levantar la cabeza, vi que me miraba con sus ojos grandes, soñadores, abiertos de par en par, una imagen de desesperación. Sin quererlo, dejé de golpe de hablar y me quedé también yo mirándola. Nos quedamos en silencio.
“Al final, quizás no vaya a España”, me dijo después de un rato, como si quisiera por fin explicarme, suplicarme “no sigas, hablas en vano, no hay razón para seguir”. No sabía tampoco yo qué contestar, no había manera de consolarla. Además, no lloraba, no me hablaba sino de los hechos, sólo corroboraba algo que sabía con total seguridad hacía mucho tiempo. Su dolor era más profundo.
Me volví y le dije lo primero que pensé en aquel momento, la verdad.
“Sabe, tampoco yo he ido todavía a España”, le comuniqué. No dijo nada, pero vi en su cara que se había sorprendido, que no me creía. Sin embargo, me pareció que se sobrepuso un poco cuando finalmente le expliqué que todo cuanto le había contado hasta entonces lo había sacado de los libros, que no lo había vivido, sino que junto a ella lo había estado imaginando durante aquellos meses en nuestros habituales viajes. De nuevo expectante, se quedó observándome con sus ojos enormes, “gracias”, dijo al final, “¿por qué darme las gracias?” No teníamos nada más que decirnos, me fui poco después.
No dimos más clases. A la semana siguiente, yendo una tarde a visitarla, encontré pegado en la puerta de fuera el cartel de su funeral. Me quedé parado durante un rato allí en la acera, leyendo una y otra vez su nombre impreso: bajo aquellas letras había ahora dos ojos desconsolados, muchas nubes, huesos y silencio. Miré a lo alto, hacia su casa callada, después a los viandantes que pasaban aprisa, ¿quién podría dar testimonio de esta tierna y, tiempo atrás, tan impetuosa existencia? ¿Cómo podría convencer a alguien de que ella y yo quisimos a su España?
Miraba hacia arriba, eso ayudaba. Cerré los ojos y la muerta estaba en su cama, como vela cándida; el jardín a la luz de la luna y España, tan deseada como siempre, en su mapa. Aunque más lejana ahora...
Dos días después de su funeral, entré en una agencia de viajes y sin pensármelo mucho saqué un billete de avión para Madrid. Y, de verdad, aún no he entendido si tomé esta decisión por un favor a ella, por mantener una promesa que inconscientemente había hecho en su memoria, o porque, en el fondo, tenía miedo de al final no llegar tampoco yo a tiempo.
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